Origen y Evolución del Toreo
Num. 34 Origen de la Fiesta de los Toros - Cronología Historica en España (Siglo XVII (1616)
1616:
Contamos con múltiples referencias, desde muchos siglos antes del reinado del emperador Julio César, de que el alancear, y no precisamente toros, tuvo su origen hace ahora unos once mil años, cuando ya los hombres utilizaron lanzas de varas de mediano tamaño con puntas de afilado pedernal o de sílex que lanzaban los nativos americanos tanto a sus presas, incluyendo los mamuts, en los alrededores del gran Lago, donde hoy está la ciudad de México, como a sus hermanos enemigos. Desde entonces este tipo de armas se fue perfeccionando hasta que dos mil años a. de C., los arios, en una de sus temida correrías, irrumpieron una vez más en Grecia cabalgando y llevando afiladas lanzas de hierro. Después, el uso de la lanza se generalizó y todos los ejércitos, entre ellos los de Alejandro Magno y después los romanos, llevaron compañías de Lanceros o alanceadores profesionales, y Julio César alanceaba toros en los bosques de Europa, hasta relativamente hace muy poco tiempo.
A todo lo largo de la Edad Media la lanza fue un arma fundamental en todas las contiendas bélicas. Incontables cristianos y árabes fueron alanceados entre sí en los campos de batalla. Basta recordar que las Cruzadas -dice Hilario Belloc, en su obra «The Crusades» que transcurrieron de 1096 a 1271, fueron en su totalidad una pugna constante entre la civilización Occidental y el mundo hostil del Islam, una verdadera Morisma de muerte y destrucción, que subyugó casi por completo a Europa. Fueron una campaña continuada, y aún una sola batalla, en un primer período, de noventa años, con un objetivo político: rescatar los Santos Lugares... Batalla que comenzó con una ofensiva victoriosa y terminó en una completa derrota, al contrario de La Morima. En aquellos años el Islam arrojó provocativamente el guante a la Cristiandad. Brotó y creció, lógicamente, un inveterado aborrecimiento mutuo entre la Cruz y la Media Luna; y mientras para los musulmanes los cristianos eran los odiados o «Giaouls» (incrédulos), para los cristianos los mahometanos eran los «Perros Infieles.» En nuestros días el terrorismo árabe se está enfrentando a Occidente.
Los casi ocho siglos que duró la Reconquista de España (711 a 1492) el suelo español fue una verdadera alfombra de sangre y millones de árabes y cristianos murieron alanceados. Y así llegamos al ocaso de la Edad Media y al amanecer de la Edad Moderna, a finales del siglo XV, fue cayendo en desuso el empleo generalizado de la lanza, arma bélica por excelencia, y que se usaba asimismo en los juegos de o justas entre la nobleza, como parte de ejercicios de entrenamiento para la guerra. Al finalizar la Reconquista la nobleza se dedicó a alancear toros y jabalíes principalmente y la lanza dejó paso al garrochó o rejón, arma ésta más cortesana. La nobleza, principal ejecutora de contiendas bélicas, justas y torneos, se decantó por la vida más fácil de la corte, reunidos en torno a los reyes, y guerreando con intrigas palaciegas más que con armas de campo.
Durante siglos, los nobles y caballeros, no se despojaron de sus armaduras, y esto les obligaba a utilizar lanzas y espadas de mucho peso y muy largas, casi de cinco metro las primeras y de cuarenta kilos las segundas. La incómoda lanza era portada por los escuderos, y sólo pasaba a manos de los señores en el momento de la lucha. Entra así en escena un personaje importante en el futuro de la Fiesta Brava: el escudero, que evolucionó después al cargo de chulo, hombre a pie, asistente o lacayo que acompañaba a los alanceadores de toros y después a los rejoneadores, para a cuerpo limpio, realizar valientes quites cuando los señores eran descabalgados y estaban en serio peligro ante los toros. Y aquellos “chulos” fueron la base humana de los toreros de a pie.
Siguiendo con la evolución de las lanzas, en el siglo XV apareció una nueva más ligera y de fácil manejo, llamada rejón, para uso en el juego y muerte de los toros u otros animales silvestres de cierto tamaño, como los jabalíes. Y así, si en la época medieval, el arte de alancear toros era simplemente motivo de entrenamiento para la lucha, en la edad cortesana posterior se ejecuta ya como entretenimiento y pura diversión. Al finalizar la Reconquista, la lanza de guerra usada a lo largo de milenios, fue utilizada por los nobles y caballeros que viajaban de corte en corte, tal como hoy lo hacen los charros mexicanos, ansiosos por demostrar su destreza y ganar admiración y prestigio. Pero desde la época de Julio César, el toro silvestre, temible y peligroso se convirtió en un enemigo ideal contra el que enfrentarse cuando los torneos fueron cayendo en desuso. Se alanceaban las bestias más diversas desde los caballos, y si el jinete era descabalgado se remataban a golpe de las pesadas espadas (empeño a pie).
La lista de los nobles y caballeros que en España dedicaron su tiempo libre a alancear es relativamente larga, pues ya desde pocos años antes de la entrada de la Edad Moderna, nos concentramos, entre otros, con el marqués de la Algaba, del que se dice fue el primero que, entre los años 1440-60 usó una garrocha para detener los toros en competencia con don Pedro de Médicis –ambos debieron alancear toros tanto en España como en Italia-, perteneciente a una familia florentina, cuyo linaje arrancó el año 1222 con un personaje llamado Bonagiunta. Con el marqués de la Algaba se inicio el uso o cambio de la lanza por la garrocha, que fue un eslabón fundamental en la evolución del toreo.
A tres autores debemos el conocimiento de cuanto llevamos expuesto. El primero es Argote de Molina, que en su libro “Discurso sobre el libro de la montería”, escrito en 1582, nos describe, con respecto a la lanza, lo siguiente: “…La lanza será de diez y ocho palmos, de fresno baladí, seco y enjuto, y que sea tostada la mitad della desde el puño a la punta, en un horno, dos días antes del día de la lanzada, porque esté tiesa y no blandee hasta que el toro esté bien herido, y rompa más fácil, porque al doblarse la lanza podrá el toro hacer suerte en el caballo. Y el fierro della sea de navajas, de cuatro dedos de ancho, porque siendo de navaja entra y sale cortando, lo que no hará siendo de ojo redondo. La puntería del fierro no ha de ser de filo ni llano, sino que reconozca la punta del fierro, de suerte que cuando el toro entrare, vaya haciendo corte para que la mano esté dulce y entre cortando más fácilmente, y llevará apuntado el lugar por donde ha de tomar.”
El segundo autor es D. Pedro Fernández de Andrada, escritor taurino, natural de Sevilla, el “Libro de la jineta en España”, que fue publicado en Sevilla en 1599, siendo en nuestro caso el artículo XXIX, libro II, de dicha obra el que más nos interesa por estar dedicado al toreo. Pertenece esta obra a una época en que aún se utilizaba la lanza y ya comenzaba a usarse el rejón, pues la decadencia de aquélla y la introducción de éste fue por aquellos años. Estas reglas de torear resultan bastante interesantes, aún cuando no muy extensas, razón de haberlas seleccionado. Y son bastante completas, por cuanto nos hace ver cómo había de torear con lanza, con rejón y con varilla y cómo habían de darse las cuchilladas, con otros pormenores.
He aquí la parte del toreo correspondiente a Nuevos discursos de la jineta, publicados en 1616. Hay autores que dicen: “Los nobles alanceaban y rejoneaban…” Esto es sólo parcialmente cierto, porque la realidad era que “los nobles alancearon por siglos primero y rejonearon después”, lo que sería expresarse con precisión histórica. Sin embargo, sabiendo que todo ha estado y sigue sometido a una extraña fuerza evolutiva, ese cambio de la lanza al rejón llevó una larga etapa intermedia en la que se usaron ambos trebejos para rematar los toros.
El tercer autor es Pedro de Aguilar, natural de Antequera, Málaga (1558-1580¿?), quien cuando editó su libro en el que figuraba un capítulo dedicado al toreo con lanza, todavía se empleaba ese arma arrojadiza o no para vencer las acometidas de los toros. Es algo más adelante, en los finales del reinado de Felipe II o principios de la monarquía de su hijo Felipe III, cuando comenzó a emplearse el rejón. Existen alrededor de medio centenar de libros o folletos que contienen reglas de torear. En algunos, como señala López Izquierdo, el toreo es una parte, pues la capital se refiere a la jineta; en otros, las reglas de torear a caballo, aunque breves, forman un solo tratado. Se hallan reunidas estas reglas en ediciones para bibliófilos, mas aún podría formarse un tomo con las que quedan sueltas, merecedoras de mejor suerte. Es de advertir que, por lo general, estos autores de reglas para torear solían ser practicantes y escribían sobre sus propias experiencias, lo cual no deja de ser importante para nosotros, por expresarse sobre el arte sus propios protagonistas. Diego Ramírez de Haro, por ejemplo, escribió por entonces un tratado de jineta y toreo con lanza, siendo uno de los más señalados toreadores.
En la Edad Media los toros se alanceaban sin regla en los patios de los castillos y siempre eran varios los alanceadores y los toros, sin regla alguna, siendo a la vez la suerte más antigua de las que se conocen. Según se lee en “La cuatro partes enteras de la Crónica de España”, de Alfonso X el Sabio, se corrieron toros en Valencia a la entrada de la familia del Cid Campeador, así como en ocasión de las bodas de sus hijas. Ambos hechos el año 1095, cuatro años antes de la muerte del insigne caudillo castellano.
Cuando el Emperador Carlos I de España y V de Alemania desembarcó en Asturias para hacerse cargo del reino de España, se celebraron fiestas reales de toros en su honor, asistiendo en 1517 a una corrida de toros en San Vicente de la Barquera y, “…de todas las fiestas que presenció éstas fueron las que más le gustaron…” El propio Emperador alanceó toros en la Plaza Mayor de Valladolid, el (06-07-1527), en las fiestas que se celebraron aquella ciudad por el nacimiento de su hijo, el príncipe Felipe (II). Tanto se aficionó al alanceamiento que no dejaba ocasión de hacerlo, y en Palencia, en otra lidia, cogió la lanza, quebrándola y quedando su caballo herido. Fue -el tan nombrado en asuntos taurinos- Felipe IV quien en 1632 dictó una ordenanza por la que quedaba proscrita la lanza, desapareciendo de todos los ejércitos europeos. Gracias al advenimiento de las nuevas armas de fuego, la pesada lanza perdió prácticamente todo su antiguo protagonismo, y los toros dejaron de alancearse a caballo y a pie (1) para ser rejoneados. Fue cuando del alancear se derivaron dos artes nuevos, los que protagonizaron hasta nuestros días rejoneadores y picadores.
(1) Entre los diestros que alancearon a pie figura Juan Antonio Fernández, que aunque no fue precisamente matador ni banderillero, le colocamos aquí en calidad de peón de brega, natural de Madrid y que trabajó como tal entre los años 1790 a 1800. Su fama de valiente persistió aun después de su muerte. Ejecutaba con suma precisión y gallardía la suerte de la lanzada a pie.
Pero antes de continuar nos hacemos una pregunta lógica: ¿Cómo se alanceaban los toros? Volvamos con Argote de Molina: …”En poniéndose el caballero en el cerco que la gente tiene hecho al toro, váyase paso ante paso al toro, y compóngase la capa, echándola por encima del hombro, y viendo que el toro lo ha visto, que lo reconoce, alce el brazo, echando el canto de la capa por encima de él, a cuyo tiempo el criado –, después, el chulo- que allí ha de ir con la lanza al estribo derecho del caballo, se lo pondrá en las manos alzando el brazo, inclinado la punta del fierro hacia el toro, de forma que el caballero solamente cierre la mano, y abrigue el brazo con el cuerpo afincando el pecho, sin moverlo, hasta que el toro llegue a la herida y haya quebrado su lanza, la cual no ha soltar de la mano sin tenerla hecha pedazos, aunque el toro lo saque de la silla…”
Y sigue Argote señalando dos estilos de alancear: …”Rostro a rostro, y al estribo. El primero, más peligroso, pues hiriendo al toro en costado izquierdo, sale éste de la suerte por el contrario, y de inmediato procurará el caballero desviar los pechos del caballo, y echará al toro por delante de la cabalgadura. En el segundo estilo, se hiere al toro por el costado derecho, saliendo por el mismo lado y el caballo por la izquierda, desviándose el uno del otro.!
Aunque el rejonear es de tiempos relativamente más modernos, significó sin duda con relación al uso de la lanza, un refinamiento, y esto es claro: La lanza, arma guerrera, se utilizó mientras su uso era común en las batallas; cuando ya no fue fundamental, también en el ejercicio del toreo dejó de serlo, y comenzó a usarse el rejón como instrumento de mayor galantería, empleado por cortesanos, mayormente dado a los refinamientos y no a los peligros de los campos de batalla. En ese período de transición de la lanza al rejón, trabajando con ambas armas tenemos a D. Alfonso de Idiáquez, caballero rejoneador vascongado, que se lució extraordinariamente en las fiestas de canonización de San Ignacio de Loyola, celebradas en Azcoitia. Realizó a caballo excelentes suertes, tanto con la lanza como con el rejón, y según una Relación contemporánea, salió en triunfo de la plaza “quien tanto la lució, dejándola llena de alabanzas suyas.”
Hay, como dato final, una frase en estas reglas de torear que nos ofrece la clave cronológica: “El torear con rejón es invención nueva…, aunque reprobada por algunos…” Téngase en cuenta que las reglas son de 1616 y que el ser “reprobada por algunos” presupone la certeza para nosotros de la novedad, pues toda innovación suele ser acogida, como se sabe, con recelo. Así que, el uso del rejón debió de comenzar en las postrimerías del reinado de Felipe II o en pleno reinado de su hijo. Así que la lanza dejó el puesto al garrochó o rejón, rejoncillos y varas largas, según fueran usadas en la lidia por nobles o plebeyos (Rafael Carvajal Ramos. Revista del Club Taurino “Tendido 1”. Núm. 53. Jaén. Octubre 2003. Pp, 41 y 42).
En 1616, el ganadero don Francisco de Meneses Manrique, cuya vacada brava fue citada, hizo una saca de toros para ser corridos en la Plaza Mayor de Madrid con motivo de las tradicionales fiestas de Santa Ana, por cierto que con muy más éxito, y sin duda estimulado por ello se ofreció para que en las siguientes fiestas se corrieran sus toros en competencia con los de otras ganaderías de la tierra, especialmente con las de Colmenar Viejo, con el tiempo, último reducto de la casta jijona. Los comisario de toros aceptaron la idea, y las ganaderías que entraron en competencia fueron las de Real de Aranjuez y la de don Rodrigo Cárdenas, de Salamanca, de pura sangre morucha. Deberían ser las más importantes o al menos las más asequibles a las fiestas de Madrid.
Juan Cazalla, toreador de a caballo del siglo XVII. Era enano y sus actuaciones tuvieron el sello de la singularidad propio de tal desproporción. Estaba al servicio, como bufón, del caballero don Melchor de Alcázar, y protegido del duque de Medina-Sidonia (2), se presentó en Sevilla, en 1616, matando felizmente un toro de una lanzada. Lidió más veces en Sevilla y posteriormente en Madrid. De fiestas en la capital andaluza, el año 1617, ha dejado relación el poeta Juan de Aguijo, y en ella cumplido elogio de este pigmeo.
(2) Históricamente, Don Juan II otorgó este título de duque de Medina Sidonia a don Juan Alonso de Guzmán, conde de Niebla y descendiente de Guzmán el Bueno, en 1445. Su hijo y sucesor don Enrique fue capitán general de la frontera de Andalucía y distinguióse en las guerras de Granada. Su sucesor don Juan, luchó en las costas de África. Al cuarto duque, don Enrique, sucediéronle sucesivamente sus hermanos don Alonso Pérez de Guzmán y don Juan Alonso de Guzmán el Bueno. El séptimo de los duques fue el nieto de Guzmán el Bueno, don Alonso Pérez, capitán general del mar Océano y de la Armada Invencible. Por línea directa pasó sucesivamente a don Juan Manuel Domingo, don Gaspar, muerto en 1664, que siendo gobernador de Andalucía intentó proclamarse rey, y don Juan Gaspar, a quien sucedió su hermano don Juan Clarós de Guzmán, muerto en 1713, que fue virrey y capitán general de Cataluña. De padres a hijos llegó el título hasta el 14 duque, don Pedro Alcántara de Guzmán, a cuya muerte, en 1777 pasó, por línea femenina, a la casa de los marqueses de Villafranca.
Desde el siglo XVII pueden encontrarse múltiples referencias, muchas de las cuales aparecen en los archivos municipales de Pamplona y Madrid, de nombres de ganaderos y ganaderías. A los pocos años de iniciado el siglo XVII, en Talavera de la Reina existía una importante ganadería de reses bravas de don Francisco de Meneses Manrique, que pastaba en el pago llamado de Soto de Piul. Por cierto que en *1616 había vendido toros para las fiestas de Santa Ana en Madrid, con mal éxito, y resulta probable por lo ocurrido seguidamente, que “picado” su amor propio por el fracaso de sus toros se ofreció para intervenir en la siguiente función en competencia sus astados con los de otras ganaderías de la tierra. Los comisarios de toros aceptaron la idea, y las ganaderías que corrieron en competencia con el Sr. Meneses, fueron la Real de Aranjuez, propiedad de y la de don Rodrigo Cárdenas de Salamanca. Debieron ser las ganaderías que con mayor frecuencia presentaban sus toros en la plaza de Madrid. Las cuentas de las corridas de 1634 nos dan el nombre de Juan Martínez de la Higuera, «criado-mayoral de S. M. en el Real Sitio de Aranjuez, a cuyo cargo está el ganado vacuno que Su Majestad tiene en el dicho sitio.»
Y no fue hasta finales del siglo XVII cuando aparecieron en Navarra las primeras ganaderías dedicadas específicamente a la producción de toros para la lidia aunque, existían en aquellas tierras mucho antes, y en las zonas colindantes de Aragón y La Rioja había numerosas vacadas integradas por reses de la tierra, que tenían características étnicas semejantes y que destacaban por su pequeño tamaño y marcada agresividad; siendo don Joaquín Antonio de Beaumont, de Navarra y Ezcurra Mexia, marqués de Santacara el primer ganadero que inició la selección y crianza del ganado vacuno de Casta Navarra con destino a los festejos, lo que tuvo lugar hacia el año de 1670 en la localidad de Corella, seleccionando reses silvestres. La mayor parte de estas ganaderías hacían gala de una primitiva bravura que, por otra parte, no era buscada por sus propietarios. También la mayoría deseaba animales más tranquilos y corpulentos, ya que servían generalmente para abastecer el consumo de carne de la zona, y tan sólo unos pocos se destinaban a las aún muy desordenadas lidias de la época.