Juan Villareal Panadero
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Juan Villareal PanaderoAficionado |
22 Marzo 2010
Romper la piel de toro
El debate suscitado en Cataluña en torno a la fiesta de los toros se está convirtiendo en algo más que en un simple contraste de opiniones emitidas desde dos sectores claramente enfrentados. Está provocando que en otras comunidades autónomas se publiquen decretos para reafirmar y consolidar el valor cultural y la raigambre popular de esta tradición.
El debate no es nuevo. No hace falta más que rastrear, siquiera someramente, nuestra literatura de un par de siglo atrás, para comprobar que siempre ha habido voces que solicitaban al gobernante de turno la supresión de este, a su entender, espectáculo bárbaro, degradante y sanguinario.
Lo curioso es que estos escritores, como Gaspar Melchor de Jovellanos, apoyaban esta actitud en un reconocido afrancesamiento, que pretendía convertir a la nación vecina en referente cultural europeísta, frente a lo que para ellos era la constatación de una España empobrecida, retrasada y anclada en las tradiciones. ¡Cómo han cambiado los tiempos! Ahora, que ya oficialmente somos Europa; ahora, que hasta ostentamos la presidencia de esta Unión Europea; ahora, que nos hemos adelantado a los países circundantes en la aprobación de leyes consideradas, por algunos, progresistas y, por otros, escandalosas; ahora, en fin, que, cuando viajamos, no tenemos que aguantar el trato discriminatorio de ser considerados ciudadanos de segunda; ahora, resulta que son los franceses los que tienen que venir al parlamento catalán para convencer a sus componentes de que la tauromaquia es un arte que no está reñido con la civilización, la cultura y el progreso. Y vienen a decírselo a unos ciudadanos que, por su proximidad geográfica y por su empeño en buscar elementos diferenciadores con el resto del territorio español, se han proclamado, en muchas ocasiones, más próximos en sentimiento y en cultura a los habitantes del otro lado de los Pirineos.
Ellos, que se ufanan de estar más cerca del norte que del sur, que presumen de su distinción burguesa, que distorsionan la historia para desembarazarse de sus orígenes aragoneses, que bautizan lo que no fue más que un condado en sus orígenes con el ampuloso nombre de país, han tenido que soportar el simbólico tirón de orejas de unos franceses de pura cepa que le han tenido que recordar, por si no lo sabían o lo habían olvidado, que la lucha entre el hombre y el toro no es algo autóctono español, sino que es común a toda una cultura mediterránea que nació unos mil seiscientos años antes de Cristo (mucho antes que Montilla, Carod y Saura) y que, si lo que buscan es una excusa para dar un paso más en su política separatista, se busquen otra de más consistencia, porque ésta como que no cuela.
Lo que sucede es que, al socaire de esta actitud extemporánea y “aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid”, se han alineado aquellos colectivos minoritarios, que han existido desde siempre, que rechazan la forma de muerte más noble, más pública y más respetada que un animal puede tener y que, gracias a este debate, más político que zoológico, han encontrado un amplificador de ámbito nacional y una caja de resonancia gratuita. Y lo más curioso es que, estoy seguro, de que muchos de los componentes de estos grupos antitaurinos proceden de aquellos otros, surgidos en el seno de nuestra incipiente democracia, que lucharon por la conquista de nuestras libertades, que exigieron la existencia del derecho a la pluralidad de pensamiento y de expresión y que acuñaron una frase, en aquellos tiempos ingeniosa y rebelde, llena de toda aquella fresca inocencia propia de una sociedad ilusionada por el futuro y que, hoy, visto lo visto, deja el regusto de una triste paradoja: “Prohibido prohibir”.

