Juan Antonio Polo
Juan Antonio Polo |
03 Diciembre 2012
Las ridículas salidas en hombros
Conforme a lo dispuesto por el Art. 82 del Reglamento taurino al regular los premios o trofeos de los espadas, hay trofeos —las orejas— cuya concesión corresponde a la presidencia y otros premios —las vueltas al ruedo y los saludos desde el tercio— que los decide el propio torero, per se y ante se, atendiendo a los aplausos del público. Lo cierto es que sólo hay un premio —la salida en hombros— que por definición depende exclusivamente de los espectadores, pues no se concibe una salida en hombros si el público no se lanza previamente al ruedo e iza en volandas al diestro.
El indicado artículo, como cualquier otra norma legal, es susceptible de diversas interpretaciones y en la memoria de todos están los escándalos producidos en razón de los peculiares modos en que algunos presidentes calibran las peticiones mayoritarias de oreja o a propósito de la particular forma en que tienen en cuenta las condiciones de la res, la buena dirección de la lidia en todos sus tercios, las faenas de capote y muleta y, fundamentalmente, la estocada, que son los datos a considerar para la concesión de la segunda oreja. Sin embargo, pretendo fijar mi atención únicamente en las salidas en hombros ─reguladas también en el Art. 82─, un tema absolutamente secundario o superfluo si se quiere, pero al que los toreros y sus mentores ─aunque sea a efectos publicitarios─ dan una importancia capital.
Tradicionalmente ─incluso antes de instaurarse, hace ya más de un siglo, la costumbre de la concesión de orejas─, las salidas en hombros se producían cuando los aficionados, enfervorizados por la excepcional actuación de un diestro, se lanzaban espontáneamente al ruedo, lo tomaban en hombros y, tras pasearlo por el anillo, lo sacaban a la calle y lo llevaban en volandas hasta el hotel. Luego, como suele acontecer, llegaron los abusos; unas veces, porque los públicos más festivos y jaraneros no precisaban de nada excepcional para llevarse en hombros a los toreros, y otras, porque quienes los izaban en andas no eran precisamente aficionados enfervorizados, sino parientes, amigos, conocidos o vecinos del matador de turno o, sencillamente, los antiguamente llamados capitalistas, simples asalariados que por una módica cantidad cargaban en hombros con el espada y lo llevaban tu-multuosamente hasta donde hiciera falta.
La autoridad, lógicamente, trataba de cortar estos excesos y los caos de tráfico que en ocasiones se producían, recurriendo por regla general al simple expediente de ordenar a la policía que impidiera la salida en hombros del torero a la calle, de forma que el pretendido jolgorio quedaba forzosamente limitado a las consabidas vueltas al ruedo, aunque en Madrid y Barcelona, yendo más lejos, se promulgaron sendas ordenanzas mediante las que se pro¬hibía que a los toreros, a los que tradicionalmente se llevaban en hombros por la madrileña calle de Alcalá y por la Gran Vía barcelonesa, los dejaran más allá de las Plazas de Manuel Becerra y Tetuán, respectivamente.
Así las cosas, el Reglamento ─y me refiero al nacional─ pretendió resolver el problema de raíz a través del citado Art. 82, a cuyo tenor, “la salida a hombros por la puerta principal de la plaza sólo se permitirá cuando el espada haya obtenido el trofeo de dos orejas, como mínimo, durante la lidia de sus toros”, mientras que algunos de los actuales reglamentos regionales ─¿se dice así?─ han endurecido las condiciones exigiendo que las dos orejas se corten al mismo toro. ¿Se ha conseguido algo? En cierto modo sí, pero al mismo tiempo se han creado otros problemas.
De un lado debe señalarse que, aunque quizás los toreros —o sus mentores— no hayan caído en la cuenta, lo cierto es que el texto legal se refiere exclusivamente a la puerta principal de la plaza, sin hacer mención alguna que impida que los toreros, aún sin cortar orejas o cortando sólo una, sean paseados por el ruedo y sacados en hombros del coso por la puerta de cuadrillas o la de arrastre. Sería terrible, pero ahí tienen la idea.
Más grave es lo que sigue. Indiscutiblemente, con arreglo a la norma transcrita, sigue siendo el público soberano quien por sí mismo decide si un torero debe o no salir en hombros de la plaza, mientras que al presidente solamente se le atribuye, en su caso, la facultad de impedir que la salida se produzca por la puerta principal. Resulta obvio en su consecuencia que el presidente no manda; de una parte, porque no puede ordenar una salida en hombros y ni tan siquiera permitirla fuera de los casos en que concurran los presupuestos legales, y de otra, porque tampoco puede ordenar y exigir que salgan en hombros aquellos espadas que se han hecho con las preceptivas dos orejas… si se da el caso de que éstos no han logrado enardecer a los públicos y conseguido que salten al ruedo para izarlos en hombros.
Sin embargo, tal circunstancia no parece preocupar demasiado a la torería actual. Lo estamos viendo todos los días: la imagen a todas luces ridícula del torero que, montera en mano y capote de paseo al brazo, recorre el ruedo en solitario, a hombros de un único individuo ─el asalariado de turno─ frente a unas gradas prácticamente vacías. La estampa, realmente bochornosa, es de las que hacen sentir vergüenza ajena a los espectadores ─incluidos los que presencian la escena por televisión─, pero sus protagonistas, convencidos de que se han ganado el derecho a salir en hombros, se muestran muy ufanos de ello y no tienen el menor reparo en sumarse a la farsa e incluso en insertar fotogra¬fías del ridículo trance en su publicidad.
En cambio, ¿quién no recuerda la actuación verdaderamente memorable de un torero, con un público verdaderamente enar¬decido, al que un fallo a espadas, la racanería de un presidente o cualquier otra circunstancia ha yugulado su posible salida en hombros entre el espontáneo y auténtico clamor popular, por el simple e intrascendente hecho de no haber reunido las dos orejas? ¿Quién no recuerda la famosa tarde novilleril de Talavante en Las Ventas o el clamor que levantó Morante de la Puebla en la corrida de beneficencia del 2007 o tras el histórico recital de toreo de capa que protagonizó en el San Isidro del 2009? ¿No hubiera sido más lógico permitir la salida en hombros de estos diestros ─son un simple ejemplo─ en las tardes citadas, que esas tristes y deprimentes salidas en hombros frente a la indiferencia general a las que antes aludíamos?
La solución no es fácil, pero aunque por principio no soy partidario de incrementar los poderes presidenciales, creo que la única forma de solventar el problema y dignificar el premio en cuestión requeriría que el Reglamento, previa la pertinente modificación, prohibiera la salida en hombros de cualquier torero ─con independencia de los trofeos obtenidos─ sin la autorización expresa del presidente.
Con ello no pretendo, ni mucho menos, facilitar las salidas en hombros y ponerlas al alcance de cualquier diestro, aunque no hubiera cortado orejas, sino todo lo contrario. Partiendo de la base de que la salida en hombros es un premio extraordinario o excepcional, los toreros deberían persuadirse de que la mera concesión de orejas no les da derecho a salir en hombros y que dicha salida precisaría que la presidencia lo ordenase expresamente en función de lo excepcional de su actuación y de la respuesta del público. Una norma así propiciaría alguna merecida salida en hombros que actualmente no se permite ─como los ejemplos a los que antes nos referíamos─, pero al propio tiempo evitaría un sinfín de esas lamentables y tristes salidas en hombros que estamos contemplando a diario.
¿Qué los presidentes pueden equivocarse? Evidentemente. Pero si la concesión del rabo ─una atribución que actualmente compete asimismo al presidente─ ha sido prácticamente erradicada en las plazas importantes y ha quedado reservada para casos realmente excepcionales, ¿por qué no iba a ocurrir otro tanto con las salidas a hombros? Sería, además, la fórmula para que tal premio ─la salida en hombros─ recuperara todo su valor y constituyera el signo inequívoco de un triunfo verdaderamente importante.
Juan Antonio Polo
Dcbre. 2012