Gacetilla Taurina

Nº 108 - Gacetillas de Psicología (La esperada "tienta de "Apolo" El insolito acontecimiento continuo)

El matador de toros Joselito Huerta había desechado a su utrero Apolo, dejándolo en manos de los toreros. Le tocó el turno al diestro Roberto Ramírez (El Oriental), de Aguascalientes. No salí del burladero durante el ultimo tercio. Estaba triste, sin ánimos. Cuando Roberto le dio los primeros muletazos, le solicité a Joselito: -“José, déjame llamarlo de nuevo.” Joselito le dijo al novillero que se retirara al burladero. Llamé a mi amigo, como siempre, con su nombre y de inmediato se vino a mi lado. Estaba ya cansado y aceptó que le acariciara. Después lo dejé y pasé al interior del burladero. Entonces Roberto lo volvió a provocar y continuó la faena con la muleta. Minutos después el novillero se apartó y, nuevamente por orden de Joselito, que me dijo: “Juan, sal y llámalo.” Así lo hice, ya fuera del burladero, cuando había vuelto a enfrentarse con el picador, pero éste le había dicho el matador: -“Déjalo y retírate tantito... ¡No te muevas!”

Ya en la placita llamé al amigo toro y él, dejó de preocuparse por el caballo y se acercó a mi, pero, como sinceramente sentí temor de que me atacara, me resguardé en el burladero, pero el noble Apolo, ante la sorpresa de todos, introdujo su cabeza en el burladero, husmeó y reconoció. De inmediato salí de la guarida sin temor alguno y lo acaricié con toda afectuosidad. Estaba feliz de ver la prueba de cariño que me ofreció Apolo. El silencio de los presentes fue impresionante. Cuando lo estaba acariciando, de nueva cuenta mandó Joselito: “Picador, llámalo de nuevo.” Al incitarlo el piquero, Apolo volvió al caballo y yo junto con él, con mi mano derecha sobre su lomo. Llegamos al caballo y él se clavó en el peto. Allí me quedé junto en la pelea. Josellto, en esos momentos, ordena: -“Juan, retírate al burladero.” Lo hago y mi amigo sigue atacando al caballo.

Joselito volvió a decirle al picador que deje de picarlo y no se mueva. Salí del burladero e hice lo mismo que la primera vez. Todo volvió a repetirse, pero ya estaba mucho más cansado. Se manifestó como agradeciéndome las caricias que le hacía. En aquellos instantes, uno de los vaqueros, llamado Arturo –el bufón que hay siempre en los ranchos, y al que todos le ríen sus gracias-, ya entrado en copas de “Presidente”, se sintió capaz de hacer lo mismo y dirigiéndose a los asistentes, les dijo:

-“ Eso que hace el médico –así me llamaban, porque lo mismo curaba a los toros que inyectaba cuando era necesario al personal del rancho-, lo hago yo.” Pero tan pronto lo vio Apolo se fue agresivamente hacia él y corrió a meterse en un burladero.

Volví a llamarlo, se acercó y entonces Roberto el novillero lo excitó con la muleta, pero esta vez me fui con Apolo, llevando mi mano izquierda sobre el lomo. Mi amigo y yo pasamos una y otra vez bajo la muleta de Roberto, ante el natural asombro de todos, porque nos estaba toreando a los dos. Joselito no daba crédito a lo que estaba presenciando. Su esposa Martha y el ganadero don Salvador Rojas, ambos con mayores niveles de sensibilidad, se percataron de lo que aquellas escenas significaban. La cosa no era para menos y cada vez que recuerdo aquellos minutos se enjuagan mis ojos de emoción. Esto que narro es fruto de unas realidades que superan la capacidad de nuestra imaginación.

Aquel mismo día, sin que ninguno de los cuatro socios me informara, los señores hermanos Flores, ordenaron castrar a mi amigo, con una inusitada rapidez. Nunca entenderé las razones ocultas de aquella determinación tan absurda e inexplicable. Por supuesto, nadie hubiera podido obligarme a ver tal escarnio, pues fue a todas luces una reacción de odio hacia Apolo por los actos de nobleza y amistad que protagonizó, ante un grupo humano incapaz de comprender tanta grandeza en un animal. Pero ese gesto infame me hizo gran daño interior y le perdí para siempre el afecto a muchas cosas y a más gente.

“Aquella castración de la lealtad de un animal catapultó mis deseos de continuar dirigiendo el rancho. Un día antes de salir para siempre de El Coloradito crucé los cerros buscando a mi amigo entrañable y lloré dejando caer mis lágrimas sobre su cabeza. Lo acaricié largo rato y hablé con él de la maldad de los hombres. Sin duda sintió mi tristeza, pues en ningún momento quiso esa vez irse con sus compañeros. Le hice en aquellos minutos el juramento de que escribiría en su honor esta historia, arrancada de la vida real.

Sus cuernos eran de un toro y al seguirlo viendo y hablándole mi alma se llenó de tristeza. Apolo, sin las fuentes de líquido inmaculado vital, ya no tenía la alegría de antes. En aquellos instantes me convencí de que nuestra especie, la última en llegar a la tierra, es la más malvada de todas las vivientes, por eso se extinguirá antes que las demás, pero nació en mi interior el alivio anímico al pensar que Dios repartió el amor y los dones entre todos sus seres y que la amistad no es sólo un sentimiento humano.
 


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